jueves, 16 de julio de 2015

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Filiberto Matute apuntaba al prisionero sin pestañear,  sin pensar, no le temblaba el pulso, pero sí quizá el convencimiento de lo que estaba haciendo.
Miguel lo miró a los ojos durante unos segundos que le parecieron toda una vida, con mirada altiva y orgullosa, cediendo en el último instante para pedirle con voz queda que perdonase la vida a su compañera.
Le disparó sin piedad, pero cuando miró a la joven, algo se le removió por dentro. Disparó al aire y con un gesto le indicó que se marchase. Mariana dudó unos instantes, pero echó a correr sin una dirección precisa.

Los días se sucedían unos a otros, todos igual de grises, con la rapidez que se disipa una tormenta de verano.
En todo ese tiempo, Filiberto no había sido capaz de dormir del tirón ni una sola noche. Cada vez que cerraba los ojos, veía el horror reflejado en la cara de aquella mujer. Estaba demacrado, irascible y la convivencia en su casa se había ido deteriorando por días. A las preguntas de su mujer solo un mudo silencio  daba por respuesta.

Edelmira Fuentes llegó a pensar que ya no le gustaba a su marido. En su afán de querer ser madre…había olvidado otros aspectos cotidianos con su esposo llegando a ser casi una obsesión. Sus días languidecían dando paso a la noche, mala aliada que hacía crecer sus fantasmas.

No sabían qué hora era. Les despertaron los golpes sobre la puerta. Encendió la luz y miró a su mujer que estaba tan sorprendida como él.
De un salto se puso de pie y corrió a ver qué pasaba. Por la mirilla no veía absolutamente nada, solo la calle vacía, callada, dormida.
Volvía ya al dormitorio, cuando la intuición le aconsejó abrir la puerta.
Se encontró una caja de cartón en la que se movía algo. Se agachó y cuando estuvo suficientemente cerca, comprobó que era un recién nacido, un bebe pequeño de ojos grandes, de pelo muy negro, con una escueta nota que decía:
“Ahora es su hijo…le dio la vida cuando perdonó la mía”
Cuídelo   M.
Notaba como un abismo se  abría a sus pies a una velocidad de vértigo.
Edelmira preguntó a su esposo que qué ocurría, pues este tapaba totalmente la caja.
Se echó hacia un lado sin decir una sola palabra, entregándole la nota evitando su mirada.
Antes de leerla miró dentro de la caja, no podía dar crédito a  sus ojos. Su mirada  se repartía entre la caja, su marido y la nota.
-¿Qué es esto?, no alcanzo a entender nada.
Filiberto, con la mirada perdida en algún punto poco exacto de la caja, comenzó a desvelar todas las incógnitas que le habían atormentado durante estos últimos meses.
Un silencio pastoso se levantó entre ellos; Edelmira iba a hablar, pero Filiberto ya sabía lo que iba a decir y la cortó secamente.
-No podemos quedárnoslo, sentenció.
Edelmira después de permanecer largo rato callada lo miró muy seria a los ojos y dijo:
-Es nuestra gran oportunidad para ser padres, la ocasión parece llovida del cielo. ¿Habrá escuchado Dios mis plegarias? Nos lo quedamos. En la escuela maternal conozco a alguien que nos puede ayudar.
-Esto es de locura- insistió Filiberto.
-Locura es lo que está pasando en este país. ¿Qué crees que pasaría si llamáramos  a la policía?. Abrirían una investigación y quizá te salpicaría.
- Esta noche el bebé se quedará  aquí, pero mañana, con la luz del día ya decidiremos, -concluyó Filiberto.

Una noche más de insomnio, y eso que el bebé no lloró ni una sola vez, solo miraba con esos ojos grandes, negros, asustados, quizá presintiendo que si lloraba arruinaría su suerte.
¡Qué noche más larga! Pero la decisión estaba tomada, lo entregarían a primera hora de la mañana.
Era una mañana muy fría, la calle seguía desierta, silenciosa, las miradas furtivas les atravesaban el alma; como si supieran su secreto. En el último instante, no supo si por las lágrimas de su mujer o por las suyas propias, giró sobre sus pasos y regresaron  los tres a casa.
Fueron días tensos, llenos de dudas. Filiberto, que tenía sus contactos, pidió opinión a un funcionario del gobierno. Después de estudiar todas las opciones posibles, la única factible era salir del país.
¿Cómo?...sería un cambio radical en sus vidas.
Filiberto tendría que dejar su profesión, pues qué hacía un militar saliendo del país. Y Edelmira tendría que dejar atrás su querida escuela maternal que con tanto sacrificio y esfuerzo había sacado hacia delante.
Días ajetreados, de difícil papeleo, de sentimientos encontrados, de enfrentarse a una nueva vida, dejando atrás otra relativamente cómoda.
Nada más pisar el suelo español, un escalofrío le recorrió la espalda, emoción, miedo, una mezcla de todo a la vez.
Pero su odisea particular no había terminado, es más, acababa de empezar.
Ya en el aeropuerto con su nueva identidad, tenían que pasar por la aduana. El tiempo agonizaba lentamente, la espera se les hizo interminable.
El agente miraba y remiraba la documentación; los papeles pasaban de unos funcionarios a otros, los miraban, murmuraban entre ellos.
Baldomero (que ese era su nuevo nombre en su nueva identidad) estaba al borde del colapso, cada vez se ponía  más nervioso, a diferencia de otras veces, en esta ocasión su mujer estaba demostrando una calma poco habitual en ella.
Por fin una funcionaria les entregó los documentos de mala gana, y les dijo que tenía que hacerles algunas preguntas.
Se miraron de forma cómplice, pero no perdieron la compostura pues sabían que dependía de su actitud el permanecer aquí o tener que volver a su país.
-¿Qué les trae a España?
-Trabajo, contestaron al unísono.
-Traen en regla los papeles laborales?
-Sí, la agencia nos aseguró que teníamos un trabajo aquí.
-¿Se quedan en Madrid?
-No, vamos a un pueblo de Córdoba.
-¿Y el bebé?
-Es nuestro hijo. A medida que lo decía un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. No había deseado tener un hijo de esa forma, pero ahora no tenía vuelta atrás. Moralmente estaba unido a ese niño desde el momento en que libró a su madre de una muerte segura; ahora se sentía responsable, pero quizá hasta ese momento no había sido verdaderamente consciente. Tuvo que escuchar esas palabras para entender que se  había convertido en padre y la responsabilidad empezó a pesarle como una losa.
Después de unos segundos que se les hicieron eternos, la funcionaria los dejó marchar.
Con las maletas llenas de ilusiones, pero también de miedo e incertidumbre, avanzaban los tres por el pasillo central. Parecían una familia normal.  Asumiendo su condición de inmigrantes en un país, que les había acogido fríamente.


LA REALIDAD
Dejaron atrás un cómodo pasado, sabían que se enfrentaban a un futuro incierto mientras vivían un presente, en el que sólo tenían tiempo para solucionar los problemas que surgían sobre la marcha, algunos en los que habían pensado y estaban preparados para afrontarlos, otros que surgieron de improvisto y pusieron a prueba su capacidad de permanecer con calma frente a la adversidad, momentos que habían unido más a la pareja.
Llamaron a muchas puertas, las encontraron todas cerradas; todo quedaba en buenas intenciones.

A través de un compatriota que los invitó a una fiesta típica colombiana, se puso en contacto con Baltasar.
Quería poner un negocio, pero aún no sabía de qué; lo mismo una frutería de barrio. Baldomero intentaba asimilar su nueva situación, pero rápidamente se perdía en su pasado más reciente. Debía ordenar sus ideas para encontrar la mejor solución.
Al principio no era ni siquiera una frutería, compraban fruta y la vendían por la calle, lo que algunas veces le acarreaba serios problemas con la policía local; parecía que llevaran grabado visiblemente en la frente “narcotraficantes” por el hecho de ser colombianos.
Con el paso del tiempo Filiberto (Baldomero ahora) se dio cuenta que tenía gran habilidad para su nueva ocupación. ¡ Quién se lo iba a decir!. Poco a poco el negocio fue creciendo; con mucho trabajo y  la simpatía natural  de Edelmira (Fuensanta ahora) abrieron una frutería.
Siempre que podían, ayudaban a otras personas, colombianas o de otros países; su condición de inmigrantes, les hacía ponerse en su piel, y sabían perfectamente los sentimientos por los que pasaban, por muy bien que los hubiera acogido el nuevo país.
Les ayudaban a encontrar casa, o un posible trabajo, ponían en contacto a personas que pudieran tener intereses comunes.
A veces en la tienda surgían debates en los que  arreglaban  el mundo a su manera. Se montaban unas tertulias más propias de un café que de una frutería.

Un día María, una clienta habitual, que, con su carácter afable y desenfadado, había cimentado una profunda amistad con Fuensanta, se acercó a la frutería pues  se le habían presentado de improviso unos amigos y necesitaba más frutas y verduras.
Saludó  a Fuensanta con la alegría que siempre le acompañaba. María nunca tenía prisa, siempre echaba más tiempo del que precisaba en la frutería.
Poco a poco la amistad entre ellas se fue consolidando a pesar de ser tan distintas, incluso de edad. Tenían aficciones muy parecidas; entre ellas: la lectura, escribir y recitar poesías. Aunque Fuensanta nunca le había hablado de su vida anterior, ni de los motivos por los que su marido y ella acabaron en España. Ni María, que entre sus virtudes se encontraba la prudencia había indagado más allá de lo que su amiga le había contado.
A María le llamó la atención un niño de poco más de un año gateando por el suelo; un niño de ojos grandes, de pelo negro… María y Fuensanta cruzaron las miradas, no hicieron falta las preguntas.
-Es una historia muy larga. –dijo Fuensanta
-Tengo tiempo. -Contestó María.


Así Baldomero, Fuensanta y Jesús renacieron de nuevo. La vida les dio una oportunidad para ser felices…y ellos la supieron aprovechar.



Texto y foto: Pepa Cid

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