jueves, 3 de julio de 2014

LA CLASE DE MÚSICA



¡Qué singular  edificio donde dábamos las clases de música! Ahora  sé que era un palacete del siglo dieciocho, “La casa de los Dávila” era como lo conocíamos; nombre que no llamaba para nada mi atención en aquella época.  Todo un lujo que en su tiempo no supimos valorar, y ahora, con la distancia de los años entiendo que fuimos unos privilegiados disfrutando de la música en sus salas. Conoció  buenos y no tan buenos tiempos. Calma y  bullicio, olvido y refugio de libros,  aula de música y museo, deseo este último de una pareja de enamorado del arte, aunque  no vivieron para conocerlo.  Su obra, que se quedó a vivir allí, los hizo inmortales…
…todo ocurrió aquella  tarde de invierno que ahora, como un resquicio  de la memoria se me viene al pensamiento…
 Oscuros nubarrones cubrieron el cielo, preludio de la tromba de agua que cayó instantes después.
La lluvia resbalaba por los cristales dejando a su paso caprichosas formas; y su continuo golpeteo, monótona letanía, que marcaba el compás de nuestros ensayos en aquella tarde de invierno.
La sala estaba helada, y al respirar describíamos un vaho parecido al humo del tabaco, acompañándolo  de gestos con los dedos como si  portáramos un cigarrillo de forma invisible, delatando que hacía más frio dentro de la casa que fuera.
Los personajes de los cuadros nos contemplaban con atenta mirada.   Sus rostros, capturados en algún instante del pasado, acudían como  espectadores mudos a nuestros ensayos.
Teníamos congelados los dedos, incapaces de sacar un  sencillo acorde al violín.
Era de esas tardes que daba la sensación que el edificio respiraba tus propios sentimientos, filtrándose por sus viejos muros lo que el tiempo escondió tras ellos.
El profesor de música, Pedro, se afanaba en corregirnos la postura, pero nuestros pequeños dedos, rígidos como témpanos no nos obedecían; sacando al instrumento macabros sonidos que desafinados desgarraban el aire. Cargando el ambiente y haciéndolo más espeso.
Se hizo un silencio inusual, cosa rara era, pues siempre sonaba una nota a destiempo.
Aún así hubo momentos en los que la melodía adquiría un tono tan triste que sin saber por qué, nos daba la sensación de que se nos abría un abismo en las entrañas. La melancolía se había acomodado en la sala.
Paramos para descansar y frotarnos un poco las manos. Teníamos la costumbre de hacerlo sentados cerca de la chimenea, aunque la sala era tan grande que el calor se perdía a poco que separabas las manos del fuego.
Dejó de llover; tímidamente un rayo de sol atravesó el cristal de la ventana, proyectando un haz de luz irisado sobre la mesa, y sobrepasándola terminó en el mástil del violín de Clara.
Reanudamos la clase, el profesor repartió nuevas partituras, ya nos adelantó que serían para el concierto de clausura del curso.
Al principio sonábamos totalmente desafinados hasta que el violín de Clara empezó a sonar con más nitidez y soltura por encima de los demás. El haz de luz provocado por el sol, ahora se iba extendiendo por la pared, como si una mano invisible, con pinceladas suaves lo proyectara sobre el muro, desgranando cada color en infinitos puntos que cuanto mejor sonaban los violines, mayor superficie de pared se iba cubriendo.
Los más pequeños parecían poseídos de una extraña pero renovada energía, y su segunda “voz” sonaba más limpia, con notas y acordes que no estaban en las partituras pero que formaban una sinfonía a la que nos fuimos sumando todos poco a poco. Incluso los locos pajarillos que se aventuraron a salir aquella tarde formaron parte de nuestra improvisada orquesta.
Momento mágico el que estábamos viviendo. La mejor interpretación de nuestra vida a pesar de que el único público presente eran  los rostros de los cuadros de la sala; y me aventuraría a decir que una sonrisa se dibujaba en sus caras.
El viejo reloj de pared marcó las seis, acompasando sus campanadas a tan hermosa melodía.
De pronto volvimos a sonar tan desainados como siempre; el sol desapareció de la ventana…la clase había terminado.


Pepa Cid