Filiberto
Matute apuntaba al prisionero sin pestañear, sin pensar, no le temblaba el pulso, pero sí
quizá el convencimiento de lo que estaba haciendo.
Miguel
lo miró a los ojos durante unos segundos que le parecieron toda una vida, con mirada
altiva y orgullosa, cediendo en el último instante para pedirle con voz queda
que perdonase la vida a su compañera.
Le
disparó sin piedad, pero cuando miró a la joven, algo se le removió por dentro.
Disparó al aire y con un gesto le indicó que se marchase. Mariana dudó unos
instantes, pero echó a correr sin una dirección precisa.
Los
días se sucedían unos a otros, todos igual de grises, con la rapidez que se
disipa una tormenta de verano.
En
todo ese tiempo, Filiberto no había sido capaz de dormir del tirón ni una sola
noche. Cada vez que cerraba los ojos, veía el horror reflejado en la cara de
aquella mujer. Estaba demacrado, irascible y la convivencia en su casa se había
ido deteriorando por días. A las preguntas de su mujer solo un mudo
silencio daba por respuesta.
Edelmira
Fuentes llegó a pensar que ya no le gustaba a su marido. En su afán de querer
ser madre…había olvidado otros aspectos cotidianos con su esposo llegando a ser
casi una obsesión. Sus días languidecían dando paso a la noche, mala aliada que
hacía crecer sus fantasmas.
No
sabían qué hora era. Les despertaron los golpes sobre la puerta. Encendió la
luz y miró a su mujer que estaba tan sorprendida como él.
De
un salto se puso de pie y corrió a ver qué pasaba. Por la mirilla no veía
absolutamente nada, solo la calle vacía, callada, dormida.
Volvía
ya al dormitorio, cuando la intuición le aconsejó abrir la puerta.
Se
encontró una caja de cartón en la que se movía algo. Se agachó y cuando estuvo
suficientemente cerca, comprobó que era un recién nacido, un bebe pequeño de
ojos grandes, de pelo muy negro, con una escueta nota que decía:
“Ahora
es su hijo…le dio la vida cuando perdonó la mía”
Cuídelo M.
Notaba
como un abismo se abría a sus pies a una
velocidad de vértigo.
Edelmira
preguntó a su esposo que qué ocurría, pues este tapaba totalmente la caja.
Se
echó hacia un lado sin decir una sola palabra, entregándole la nota evitando su
mirada.
Antes
de leerla miró dentro de la caja, no podía dar crédito a sus ojos. Su mirada se repartía entre la caja, su marido y la
nota.
-¿Qué
es esto?, no alcanzo a entender nada.
Filiberto,
con la mirada perdida en algún punto poco exacto de la caja, comenzó a desvelar
todas las incógnitas que le habían atormentado durante estos últimos meses.
Un
silencio pastoso se levantó entre ellos; Edelmira iba a hablar, pero Filiberto
ya sabía lo que iba a decir y la cortó secamente.
-No
podemos quedárnoslo, sentenció.
Edelmira
después de permanecer largo rato callada lo miró muy seria a los ojos y dijo:
-Es
nuestra gran oportunidad para ser padres, la ocasión parece llovida del cielo.
¿Habrá escuchado Dios mis plegarias? Nos lo quedamos. En la escuela maternal
conozco a alguien que nos puede ayudar.
-Esto
es de locura- insistió Filiberto.
-Locura
es lo que está pasando en este país. ¿Qué crees que pasaría si llamáramos a la policía?. Abrirían una investigación y
quizá te salpicaría.
-
Esta noche el bebé se quedará aquí, pero
mañana, con la luz del día ya decidiremos, -concluyó Filiberto.
Una
noche más de insomnio, y eso que el bebé no lloró ni una sola vez, solo miraba
con esos ojos grandes, negros, asustados, quizá presintiendo que si lloraba
arruinaría su suerte.
¡Qué
noche más larga! Pero la decisión estaba tomada, lo entregarían a primera hora
de la mañana.
Era
una mañana muy fría, la calle seguía desierta, silenciosa, las miradas furtivas
les atravesaban el alma; como si supieran su secreto. En el último instante, no
supo si por las lágrimas de su mujer o por las suyas propias, giró sobre sus
pasos y regresaron los tres a casa.
Fueron
días tensos, llenos de dudas. Filiberto, que tenía sus contactos, pidió opinión
a un funcionario del gobierno. Después de estudiar todas las opciones posibles,
la única factible era salir del país.
¿Cómo?...sería
un cambio radical en sus vidas.
Filiberto
tendría que dejar su profesión, pues qué hacía un militar saliendo del país. Y
Edelmira tendría que dejar atrás su querida escuela maternal que con tanto
sacrificio y esfuerzo había sacado hacia delante.
Días
ajetreados, de difícil papeleo, de sentimientos encontrados, de enfrentarse a
una nueva vida, dejando atrás otra relativamente cómoda.
Nada
más pisar el suelo español, un escalofrío le recorrió la espalda, emoción,
miedo, una mezcla de todo a la vez.
Pero
su odisea particular no había terminado, es más, acababa de empezar.
Ya
en el aeropuerto con su nueva identidad, tenían que pasar por la aduana. El
tiempo agonizaba lentamente, la espera se les hizo interminable.
El
agente miraba y remiraba la documentación; los papeles pasaban de unos
funcionarios a otros, los miraban, murmuraban entre ellos.
Baldomero
(que ese era su nuevo nombre en su nueva identidad) estaba al borde del
colapso, cada vez se ponía más nervioso,
a diferencia de otras veces, en esta ocasión su mujer estaba demostrando una
calma poco habitual en ella.
Por
fin una funcionaria les entregó los documentos de mala gana, y les dijo que
tenía que hacerles algunas preguntas.
Se
miraron de forma cómplice, pero no perdieron la compostura pues sabían que
dependía de su actitud el permanecer aquí o tener que volver a su país.
-¿Qué
les trae a España?
-Trabajo,
contestaron al unísono.
-Traen
en regla los papeles laborales?
-Sí,
la agencia nos aseguró que teníamos un trabajo aquí.
-¿Se
quedan en Madrid?
-No,
vamos a un pueblo de Córdoba.
-¿Y
el bebé?
-Es
nuestro hijo. A medida que lo decía un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.
No había deseado tener un hijo de esa forma, pero ahora no tenía vuelta atrás.
Moralmente estaba unido a ese niño desde el momento en que libró a su madre de
una muerte segura; ahora se sentía responsable, pero quizá hasta ese momento no
había sido verdaderamente consciente. Tuvo que escuchar esas palabras para
entender que se había convertido en
padre y la responsabilidad empezó a pesarle como una losa.
Después
de unos segundos que se les hicieron eternos, la funcionaria los dejó marchar.
Con
las maletas llenas de ilusiones, pero también de miedo e incertidumbre,
avanzaban los tres por el pasillo central. Parecían una familia normal. Asumiendo su condición de inmigrantes en un
país, que les había acogido fríamente.
LA
REALIDAD
Dejaron
atrás un cómodo pasado, sabían que se enfrentaban a un futuro incierto mientras
vivían un presente, en el que sólo tenían tiempo para solucionar los problemas
que surgían sobre la marcha, algunos en los que habían pensado y estaban
preparados para afrontarlos, otros que surgieron de improvisto y pusieron a
prueba su capacidad de permanecer con calma frente a la adversidad, momentos
que habían unido más a la pareja.
Llamaron
a muchas puertas, las encontraron todas cerradas; todo quedaba en buenas
intenciones.
A
través de un compatriota que los invitó a una fiesta típica colombiana, se puso
en contacto con Baltasar.
Quería
poner un negocio, pero aún no sabía de qué; lo mismo una frutería de barrio. Baldomero
intentaba asimilar su nueva situación, pero rápidamente se perdía en su pasado
más reciente. Debía ordenar sus ideas para encontrar la mejor solución.
Al
principio no era ni siquiera una frutería, compraban fruta y la vendían por la
calle, lo que algunas veces le acarreaba serios problemas con la policía local;
parecía que llevaran grabado visiblemente en la frente “narcotraficantes” por
el hecho de ser colombianos.
Con
el paso del tiempo Filiberto (Baldomero ahora) se dio cuenta que tenía gran
habilidad para su nueva ocupación. ¡ Quién se lo iba a decir!. Poco a poco el
negocio fue creciendo; con mucho trabajo y la simpatía natural de Edelmira (Fuensanta ahora) abrieron una
frutería.
Siempre
que podían, ayudaban a otras personas, colombianas o de otros países; su
condición de inmigrantes, les hacía ponerse en su piel, y sabían perfectamente
los sentimientos por los que pasaban, por muy bien que los hubiera acogido el
nuevo país.
Les
ayudaban a encontrar casa, o un posible trabajo, ponían en contacto a personas
que pudieran tener intereses comunes.
A
veces en la tienda surgían debates en los que
arreglaban el mundo a su manera. Se
montaban unas tertulias más propias de un café que de una frutería.
Un
día María, una clienta habitual, que, con su carácter afable y desenfadado,
había cimentado una profunda amistad con Fuensanta, se acercó a la frutería
pues se le habían presentado de
improviso unos amigos y necesitaba más frutas y verduras.
Saludó a Fuensanta con la alegría que siempre le
acompañaba. María nunca tenía prisa, siempre echaba más tiempo del que
precisaba en la frutería.
Poco
a poco la amistad entre ellas se fue consolidando a pesar de ser tan distintas,
incluso de edad. Tenían aficciones muy parecidas; entre ellas: la lectura,
escribir y recitar poesías. Aunque Fuensanta nunca le había hablado de su vida
anterior, ni de los motivos por los que su marido y ella acabaron en España. Ni
María, que entre sus virtudes se encontraba la prudencia había indagado más
allá de lo que su amiga le había contado.
A
María le llamó la atención un niño de poco más de un año gateando por el suelo;
un niño de ojos grandes, de pelo negro… María y Fuensanta cruzaron las miradas,
no hicieron falta las preguntas.
-Es
una historia muy larga. –dijo Fuensanta
-Tengo
tiempo. -Contestó María.
Así
Baldomero, Fuensanta y Jesús renacieron de nuevo. La vida les dio una
oportunidad para ser felices…y ellos la supieron aprovechar.
Texto
y foto: Pepa Cid